Notas

Arthur Machen, éxtasis y terror

En los inicios del siglo XX, el clímax del proceso de industrialización y la promesa incumplida del bienestar en las sociedades modernas tuvo como colofón el mayor de los conflictos bélicos que la Humanidad había conocido hasta entonces: la Gran Guerra. El luminoso positivismo heredero del racionalismo dieciochesco, que durante todo el siglo XIX había luchado secretamente con su doble siniestro, nacido de las oscuras profundidades del Romanticismo, trataría de expurgar el mal del hombre moderno, el Mal del Siglo, liberando todos los demonios para que se enfrentasen abiertamente en una guerra que acabaría con todas las guerras.

En la Batalla del Somne, que se desarrolló entre el 1 de julio y el 18 de noviembre de 1916 y en la que se enfrentaron tres millones de hombres, fueron sacrificados 146 431 soldados en el bando franco-británico y 164 055 en el bando del Imperio Alemán. Bajo la bandera del Imperio Británico, murieron 95 675 soldados. Más de 19 000 solo en el primer día. Esta batalla, la más sangrienta de toda la guerra, tenía como objetivo alejar a las tropas alemanas de la Batalla de Verdún, la más larga de todo el conflicto y en la que murieron más de un cuarto de millón de soldados de los dos ejércitos enfrentados (francés y alemán).

Solo en estas batallas infames se contabilizaron más de dos millones de bajas, entre heridos, desaparecidos y muertos. En Verdún, miles de soldados de ambos bandos fueron enterrados juntos al no poder ser identificados. El terror de la muerte es un destino compartido por todos los hombres.

Para cuando estalló el conflicto, en julio de 1914, Arthur Machen llevaba ya cuatro años trabajando como periodista para el Evening News. Habían pasado ya dos décadas desde la publicación de sus obras más aclamadas, El gran dios Pan (The Great God Pan, novela corta publicada junto a The Inmost Light en 1894) y Los tres impostores (The Three Impostors or The Transmutations, novela de misterio y horror sobrenatural publicada en 1895, en cuya trama se insertaban relatos como “The White Powder” o “The Black Seal”). Machen sobrevivía ejerciendo un oficio que detestaba. Aun así, su popularidad como escritor se vio de nuevo impulsada gracias a la publicación del relato Los arqueros (The Bowmen, 29 de septiembre de 1914) en el periódico para el que trabajaba.

El relato cuenta cómo los arqueros ingleses que ganaron la Batalla de Azincourt durante la Guerra de los Cien Años volvieron del pasado, dirigidos por el mismísimo San Jorge, para auxiliar a una compañía de 80 000 soldados británicos atacados por una fuerza de 300 000 soldados alemanes en Mons, durante los albores de la Gran Guerra. Concebido con claros fines propagandísticos, el relato pretendía elevar la moral de una nación sumida en la total incertidumbre sobre el rumbo inmediato del conflicto y que a pesar de la inquebrantable censura alrededor de los asuntos de la guerra en curso interpretó las escasas noticias sobre la retirada del contingente británico tras la Batalla de Mons como una señal inequívoca de que la derrota alemana solo se lograría a un altísimo coste.

Esta breve historia está apenas vinculada a lo mejor de la obra de Machen acaso por el elemento sobrenatural que sostiene el relato. Sería injusto valorar el conjunto por este tipo de concesiones literarias puntuales al patriotismo; eso sí, exquisitamente ejecutadas y que, por otra parte, han de entenderse casi de obligado cumplimiento, en su contexto, para la prensa en época de guerra. Presentado con la claridad de lenguaje propia del periodismo informativo, este relato daría origen a la leyenda de los Ángeles de Mons que el pueblo británico acogería y extendería como prueba del valor moral (sancionado por la propia Historia) de su ejército en la Gran Guerra contra el Imperio Alemán.

Sin embargo, la obra que mejor reflejaría las complejas emociones que el conflicto suscitó en la psique de toda la nación y al mismo tiempo aún hoy se mantiene como uno de los mejores ejemplos de la excelencia literaria de Machen no sería publicada hasta tres años después, cuando ni siquiera la censura y el patriotismo bélico podían ya imponerse a una atrocidad sin antecedentes. Su título es un adecuado comentario tanto al momento en que fue publicada como en relación a toda la literatura del autor: El terror (The Terror: A Fantasy, 1917).

Con todo, esta novela corta no es un relato bélico y tampoco ocurre en ninguno de los teatros de guerra continentales. Ni siquiera está ambientada, como los más celebrados relatos del autor, en la sensible membrana de Londres, corazón resonante del Imperio Británico. Machen, el galés de la memoria arqueológica, el exiliado en el Centro del Mundo, vuelve en este relato a su tierra natal, una periferia física que es el trasunto de esa otra periferia psíquica, en la que habitan los terrores sin forma de lo incomprensible.

Una serie de muertes violentas, todas ellas sucesos trágicos e inexplicables, como en el caso de toda una familia que, aparentemente, se encierra en casa hasta morir, sacuden un aislado condado del campo galés, una región “inculta, dividida, fragmentaria, una tierra de montes extraños y valles secretos y escondidos”, sumiendo a sus habitantes, conforme avanza la ominosa sensación de amenaza, en lo que el propio narrador denomina como “una nueva forma de terror”.

Las diversas teorías con las que los habitantes del condado intentan explicar los horrendos sucesos que se describen aparecerán intercaladas durante la narración siguiendo el modelo de las novelas de misterio, reconocible en los orígenes del horror sobrenatural. La teoría inicial del loco homicida o, yendo más allá en la misma línea, la versión stevensoniana de esta posibilidad, la personalidad criminal que aflora como complemento esquizoide de una personalidad aparentemente pacífica (lo cual incide en una de las ideas centrales en la obra de Machen, el aspecto oculto de la realidad) y la posterior teoría sobre la posible relación entre estos sucesos y la Gran Guerra que se estaba desarrollando al otro lado del Canal de la Mancha, negadas todas ellas por diversas evidencias, acabarán dando paso con el tiempo a una teoría aún más singular pero no por ello menos terrible.

Recorriendo todo el relato, el debate sobre los límites de lo posible. Como dice el narrador, “vale más una explicación, por pobre que sea, que un misterio terrible e intolerable”. En conclusión, la certeza de que incluso la más increíble de las atrocidades puede ocurrir aunque subvierta las leyes naturales. De nuevo el narrador, asumiendo la posibilidad de un mundo más allá de lo visible: “El mundo de los planos no puede creer en la esfera y el cubo”.

Quince años antes, en Jeroglíficos (Hieroglyphics: A Note upon Ecstasy in Literature, 1902), un original ensayo narrativo, Machen había puesto en boca de un misterioso personaje, al que se refiere como el Eremita, sus propias opiniones sobre literatura, en lo que podríamos definir como un monólogo socrático. Hay un término fundamental en esta exposición, el núcleo de la estética que defiende Machen: “Sí, para mí la respuesta viene con una única palabra. Éxtasis. Si el éxtasis está presente, entonces digo que hay buena literatura; si está ausente, entonces, a pesar de toda la astucia, todos los talentos, toda la construcción y la observación y la destreza que puedas mostrarme, entonces, pienso, tenemos un producto (posiblemente uno muy interesante) que no es buena literatura”.

Más adelante defiende la elección del término: “he elegido esta palabra en representación de muchas. Sustitúyela, si quieres: arrebato, belleza, adoración, maravilla, admiración, misterio, sentido de lo desconocido, deseo de lo desconocido. Todas y cada una transmiten lo que quiero decir; para algún caso particular un término puede ser más apropiado que otro, pero en cada caso habrá esa retirada de la vida común y la conciencia común que justifica mi elección de éxtasis como el mejor símbolo de lo que quiero decir”.

La obra literaria de Machen es la mejor defensa de esta idea. El terror, uno de sus exponentes más claros: arrebatado, de una belleza sobrecogedora, maravilloso, admirable, misterioso e inmerso en la búsqueda de lo desconocido. En definitiva, una obra extática.

Estándar
Reseñas

Crónicas de una lucha eterna

Elric: The Stealer of Souls
Chronicles of the Last Emperor of Melniboné Volume 1
Michael Moorcock
Ilustrado por John Picacio
Del Rey/Ballantine Books
2008, 496 págs.

En septiembre de 2012 se anunció una nueva edición del fondo editorial de Michael Moorcock, tanto en papel, a cargo de Gollancz, como en formato electrónico, a través del sello especializado Gateway, que pretende ordenar en una colección asequible de volúmenes recopilatorios el ingente material acumulado por el genio londinense durante sus más de cincuenta años de carrera literaria. El esperado proyecto comenzó definitivamente el pasado mes de febrero, con la publicación en tres tomos individuales de las últimas novelas dedicadas a Elric, Daughters of Dream, Destiny’s Brother, y Son of the Wolf, revisadas para esta edición, y el recopilatorio Corum: The Prince in the Scarlet Robe.

Según apuntaba la noticia, y viene a confirmar lo publicado hasta ahora (en abril se han editado otros dos recopilatorios protagonizados por Corum y Hawksmoor, respectivamente), con la salvedad de los tres volúmenes individuales ya mencionados, el proyecto, que se desarrollará durante los próximos dos años, pretende respetar la cronología interna de cada una de las series protagonizadas por los diversos avatares del Campeón Eterno: Corum, Hawksmoor, Von Bek, Jerry Cornelius y, por supuesto, el celebérrimo Elric de Melniboné.

La edición contará, según el propio autor, con el atractivo añadido que supone la inclusión de material inédito hasta la fecha (ficción y no ficción), y tiene la aspiración de erigirse en su conjunto como la edición definitiva de los textos que conforman la más original de las creaciones de su autor: el Multiverso. Tratándose del prolífico Moorcock y su mutable bibliografía, aún es pronto para cuestionar esta pretensión inicial, si bien es cierto que se trata del proyecto más ambicioso en el que se ha embarcado el autor, siempre dispuesto desde muy pronto a revisar, reescribir y reordenar su trabajo, en aras de una mayor coherencia interna y, por qué no decirlo, de una creciente popularidad.

Aún tendremos que esperar dos años más para valorar el proyecto en su totalidad, pero sea como sea el magnífico evento me parece la excusa perfecta para escribir sobre la que, por el momento, puede considerarse la mejor edición de la obra dedicada al más justamente célebre de todos los campeones moorcockianos, el asesino de mujeres, el traidor albino, el infame Elric, último emperador de Melniboné.

Publicada entre 2008 y 2010, la edición de Del Rey/Ballantine Books a la que me refiero, completada en seis volúmenes, destaca no solo por ser la recopilación más exhaustiva, coherente y completa de las aventuras de Elric, sino como el más notable proyecto en toda la bibliografía moorcockiana hasta el momento. Se trata de libros profusamente ilustrados por artistas de la talla de Michael W. Kaluta, John Picacio, Steve Ellis o Justin Sweet, prologados por escritores reconocidos dentro y fuera del género como Alan Moore, Walter Mosley, Holly Black, Michael Chabon, Neil Gaiman o Tad Williams, y que cuentan con el acompañamiento de textos fundamentales de no ficción, obra del propio Moorcock, pero también de nombres justamente ligados al personaje, como el editor de Science Fantasy, Science Fiction Adventures y New Worlds, E. J. Carnell, quien sugirió a Moorcock la creación de una serie de espada y brujería, o Anthony Skene, cuyo personaje, Monsieur Zenith, el Albino, fue una reconocida influencia en la concepción del Duque Blanco. Elric: The Stealer of Souls, primero de los volúmenes de estas crónicas, es el mejor ejemplo de la envergadura y categoría de este singular proyecto editorial.

Se abre este libro con una presentación a cargo del Mago de Northampton, Alan Moore, que rememora en clave psicogeográfica su relación personal con Elric, desvelando de paso la relación que el propio ciclo, su protagonista y su entorno guardan con el ambiente en que fue concebido, el Londres de posguerra. Merece la pena citar aquí el sugerente comienzo de la pieza: “Me acuerdo de Melniboné. No del imperio, obviamente, sino de sus secuelas, sus deshechos: restos destrozados de filigrana de plata de un broche o una coraza, jirones de seda a cuadros acumulándose en las alcantarillas de Tottenham Court Road. Exquisita y depravada, la cultura melnibonéana había sido destrozada por una gran catástrofe antes de que el registro de la Historia comenzara… Probablemente en algún momento a mediados de los cuarenta”.

Esta intimidad entre realidad y ficción será confirmada por el propio Moorcock en su introducción al volumen donde repasa su historia personal y profesional haciendo especial hincapié en el periodo de gestación de su más célebre personaje. La historia es bien conocida. “The Dreaming City”, primero de los relatos escritos para el ciclo, fue en su origen una sinopsis para un pastiche protagonizado por Conan, posteriormente replanteado, a petición de E. J. Carnell, ya se ha dicho, como el inicio de una saga original de fantasía heroica. Ya alejado del primer proyecto, la pretensión de Moorcock al escribir esta nueva serie, que aparecería publicada en sus inicios en Science Fantasy, fue la de alejarse todo lo posible de la influencia de Robert E. Howard y el tipo de fantasía heroica que representaba. Elric tomará entonces características completamente opuestas a las del celebérrimo bárbaro cimerio: ojos carmesí, debilidad física, solo superada con la ayuda sobrenatural de su espada Stormbringer y el consumo de drogas, además de una ambigua malevolencia latente. Esta inversión se extiende incluso al mismo tono (que el autor describe como “irónico”), a la ambientación (cada vez más onírica conforme avanza la serie e inspirada en las pesadillas plásticas del surrealismo), así como al carácter de las aventuras protagonizadas por el hechicero albino (llenas de un simbolismo que se apoya en la fuerza expresiva de los arquetipos explorados por el psicoanálisis). La precariedad de la vida en el Londres de posguerra y los paisajes mentales y materiales aprehendidos en estos años de supervivencia en el área de Notting Hill (una zona marginal y deprimida entonces) se combinarían con la experiencia periodística del autor en fanzines y magazines pulp y con un gusto literario cuyo arco de intereses abarcaba entonces tanto a clásicos de la literatura popular (Edgar Rice Burroughs) como a vanguardistas del género (William Burroughs), la literatura pulp de horror y aventura (Robert E. Howard, Fritz Leiber) o la literatura existencialista francesa en boga (Albert Camus, Jean Paul Sartre). Entre los inicios profesionales en su Londres natal y la asunción de su papel como revolucionario editor de la etapa más importante de New Worlds (impulsando el nacimiento y expansión de la Nueva Ola de la Ciencia Ficción), pasando por la experiencia formativa en el París del medio siglo, Moorcock concibió el núcleo no solo de esta serie protagonizada por Elric sino de toda su obra posterior: durante el desarrollo de este exitoso ciclo de relatos surgirá progresivamente la idea del Multiverso como trasfondo y el concepto del Campeón Eterno, con distintos avatares, como protagonista de todas las aventuras posibles, eternamente en lucha para mantener el Equilibrio entre las fuerzas enfrentadas de la Ley y el Caos.

Son muchos, como decía, los paratextos que acompañan a las ficciones presentadas en este primer volumen. Además de estos textos previos, un breve ensayo llamado “Ponerle una etiqueta”, de 1961, presenta un estado inicial de la discusión nominal alrededor de los modos de fantasía en el que Moorcock, en la aproximación a los subgéneros fantásticos (en la que llegará a afirmar, por ejemplo, que la Ciencia Ficción es una categoría dentro del grupo de la Fantasía) identifica el esquema subyacente al tipo de literatura que el denomina “fantasía épica” (y que incluye en una tradición que parte, en lo literario, de las sagas heroicas y romances épicos medievales, pero que es anterior, según el propio Moorcock, a la propia literatura, hundiendo sus raíces en los orígenes de la comunicación oral). Para el caso, lo más interesante del esquema es lo que nos aporta sobre la lectura del género que realiza Moorcock y que puede ser trasladado a su propia escritura: “Son historias de búsqueda [quest]. El sentido del conflicto necesario en un libro diseñado para mantener el interés del lector de principio a fin es suministrado por una simple fórmula: A) El héroe debe conseguir o hacer algo, B) Los villanos se oponen, C) El héroe se dispone a conseguir lo que quiere de cualquier forma, D) Los villanos se lo impiden una o más veces (de acuerdo con la longitud de la historia) y, finalmente, E) El héroe, contra toda probabilidad, hace lo que el lector espera de él. Por supuesto E) a menudo tiene un giro de alguna clase, pero en la mayoría de los casos los otros cuatro están ahí”.

En este punto comienza la ficción incluida en el volumen. Dentro de la sección titulada “Stealer of Souls” se recogen “The Dreaming City”, “While the Gods Laugh” “The Stealer of Souls”, “Kings in Darkness” (escrito en colaboración con James Cawthorn) y “The Caravan of Forgotten Dreams” (originalmente titulado “The Flame Bringers”), publicados respectivamente en los números 47, 49, 51, 54 y 55 de Science Fantasy, entre junio de 1961 y octubre de 1962. Solo unos meses después de la publicación del último de ellos, ya en 1963, reunidos en un solo volumen, serían editados en tapa dura, también con el nombre de Stealer of Souls, suponiendo la primera referencia en forma de libro en la bibliografía de Moorcock. En este arranque majestuoso, el lector ya se encuentra con todos los materiales de construcción con los que el autor erigirá después la imponente catedral de su ciclo del Campeón Eterno. Partiendo, como el propio Moorcock apuntaba, de una estética de variación y divergencia respecto al héroe por excelencia del género, el Conan de Robert E. Howard, Elric se presenta desde el primer momento como un traidor a su pueblo, una raza en decadencia, que él mismo ayuda a destruir por completo, llegando a sacrificar incluso a su amada, Cymoril (“The Dreaming City”), por lo que será conocido como el Asesino de Mujeres. Educado en los caminos de la hechicería y protegido por entidades caóticas (su propia espada, Stormbringer, o uno de los Señores del Caos, Arioch), Elric, completamente enajenado de todo lo que le rodea, una vez consumada su catástrofe personal, se convierte en un aventurero vagabundo, sombrío y pesimista, en busca de respuestas sobre el orden natural de un mundo que no comprende (“While the Gods Laugh”). No encontrará respuestas, aún, pero sí al menos un compañero de aventuras, Moonglum, más apegado al mundo y dispuesto a acompañarle sea cual sea el rumbo que decida tomar, incluso cuando Elric se adentre en senderos cuestionables desde la perspectiva del héroe tradicional (“The Stealer of Souls”), y también encontrará una esposa, Zarozinia, la joven que restaura en él un sentido de la vida perdido (“Kings in Darkness”) y renueva sus ganas de independizarse de la maligna influencia de Stormbringer (“The Flame Bringers”).

La venganza como motivación principal, la ambigüedad moral de sus acciones, la búsqueda de trascendencia, la desesperación y un grado enervante de autocompasión configuran un personaje inicialmente arquetípico que no hará sino crecer en complejidad respecto a su modelo conforme avance la serie.

Para dividir la ficción incluida en el volumen en dos partes claramente diferenciadas, Moorcock quiso incluir un ejemplo del tipo de relatos heroicos que publicaba a finales de los años cincuenta, que según él forman parte fundamental de la concepción del posterior Elric. Se publica aquí un relato corto de la serie de Sojan, un espadachín intergaláctico cuyas aventuras fagocitaban las aventuras espaciales de E. R. Burroughs y Leigh Brackett, y cuyo mérito narrativo es difícil de valorar de forma aislada, dado que apenas se trata de una escena introductoria. Sea como sea, su valor para el conjunto es más bien escaso, por lo que, como curiosidad o miniatura arqueológica, bien podría haber pasado a formar parte de la sección de “Cartas y Miscelánea” que cierra el volumen.

Como eje del libro, se reúnen algunas imágenes icónicas en la literatura de Moorcock, entre las que destacan las tres ilustraciones de Elric para portadas de Science Fantasy y el primer mapa de los Reinos Jóvenes, todas ellas realizadas por James Cawthorn.

Bajo el título “Stormbringer”, el mismo bajo el cual vieron la luz en forma de fix up, abreviadas y revisadas, en 1965, aparecen a continuación cuatro historias, “Dead God’s Homecoming”, “Black Sword’s Brothers”, “Sad Giant’s Shield” y “Doomed Lord’s Passing”, publicadas respectivamente en los números 59, 61, 63 y 64 de la revista Science Fantasy, entre junio de 1963 y abril de 1964. De una calidad variable y con un ritmo desigual, que se resiente en algunos momentos quizá por la extensión, estos cuatro relatos fueron concebidos desde el principio como un arco narrativo completo, cuyas partes, aunque autoconclusivas, comparten un conflicto que las abarca a todas y en cuya resolución no solo se pretendía cancelar el propio enfrentamiento entre el héroe y sus oponentes, sino la propia entidad heroica. Elric se embarca en la búsqueda de su esposa secuestrada y al mismo tiempo se verá envuelto en la lucha definitiva entre las fuerzas del Caos y la Ley. Cualquier cambio en la relación de fuerzas acabaría con el Equilibrio que sostiene el Mundo, por lo que Elric será reclutado, a pesar de su íntima relación con las fuerzas del Caos, en las filas de la Ley. Será en estos cuatro relatos donde Moorcock presente con una coherencia completa su cosmogonía y los conceptos del Campeón Eterno y el Multiverso (incluyendo un viaje astral de Elric para arrebatarle el legendario Olifante al mismo Roldán en su propio plano mítico de existencia). No diré nada más por no estropear el maravilloso clímax al que nos lleva esta sucesión narrativa a quien no lo haya leído aún. Tan solo me gustaría apuntar que, entre otros muchos de igual intensidad, los terribles momentos en que el Caos desdibuja la realidad conforme se impone a la Ley están descritos con una plasticidad y una fuerza que hacen olvidar al lector aquellos otros momentos en que el autor parece dilatar la acción con cierto abandono y sin demasiado sentido.

Completan la aportación de Moorcock en el apartado de no ficción los textos “Elric” (1963) y “The Secret Life of Elric of Melniboné” (1964), una carta y un ensayo, respectivamente, en los que se viene a insistir, con tonos diferentes, en algunos aspectos ya tratados en la introducción. Moorcock recalca el gusto por Leiber que aún conservaba incluso cuando ya había perdido el gusto por Howard, Clark Ashton Smith o E. R. Burroughs, se considera antes influido por la fantasía de Mervyn Peake (a quien juzga muy superior) que por la de J. R. R. Tolkien o Dunsany y se refiere también al impulso que luego cristalizaría en la revista New Worlds, durante su etapa de editor, cuando habla de la ciencia ficción de J. G. Ballard como la única que tolera, por ser él mismo un “pensador literario” más que “lógico”: “Brevemente, la física no me interesa; la metafísica, sí”. Esto último se trasluce no solo al enfrentarnos directamente con los textos de Elric sino también en la propia lectura sobre estas historias que su autor nos ofrece aquí, insistiendo en su valor simbólico, alegórico, psicoanálitico casi. Expresión de su propia psique, incluso en aquellos casos en que manifiestamente los textos responden a criterios comerciales o se ajustan a los inocentes principios estéticos de la mera aventura (“Kings in Darkness”, “The Flame Bringers” o todo el ciclo de “Stormbringer”, escrito a petición de Carnell para responder, expresamente, al éxito entre los lectores de los relatos de la serie inmediatamente anteriores). Además de las opiniones del propio Moorcock sobre estos relatos, también es de interés el esquema cosmogónico del Multiverso que presenta, heredado, según sus propias palabras, del zoroastrismo y del Three Hearts and Three Lions, de Poul Anderson (una de sus influencias principales).

Para cerrar el volumen, se eligieron dos textos relacionados con Elric pero de forma completamente opuesta. El primero de ellos, “Final Judgement”, de Alan Forrest, relacionado directamente, es la primera crítica publicada de la novela Stormbringer, que nos sirve para entender, desde la distancia, la perplejidad con la que fue recibido este tipo de ficción en su momento y que ofrece, además, una apreciación bastante justa sobre uno de los puntos menos acertados de la cosmovisión heroica de Moorcock: la fatalidad del destino a la que debe someterse el protagonista sin posibilidad de elección. El segundo de los textos, relacionado con el ciclo de forma indirecta, “The Zenith Letter”, es una carta de Anthony Skene, fechada en 1924, en la que escribe sobre su personaje más conocido y la influencia más clara y siempre bien reconocida por Moorcock, como ya se apuntó, en la concepción de Elric: Monsieur Zenith, el Albino, el malvado antagonista de la serie pulp del detective Sexton Blake. Sin más interés que el propio reconocimiento, la inclusión de este texto es al menos una forma de homenaje que dignifica tanto a quien lo recibe como al propio Moorcock y su papel dentro de la industria de la prensa pulp y la cultura populares.

Son muchos los aspectos relevantes que sugieren estos primeros relatos del ciclo de Elric, tanto para el conjunto de la obra de Moorcock como para todo el género al que pertenecen, pero esta reseña solo pretende servir como invitación a la lectura por lo que, para terminar, solo añadiré que Michael Moorcock es un autor ineludible y este volumen de Elric supone el mejor modo de adentrarse en una trayectoria virtualmente infinita y prácticamente inabarcable. Una obra épica en marcha de envergadura fantástica.

No lo digo yo, lo dicen otros a quienes sobra la autoridad que a mí me falta, como los autores de la monumental The Encyclopedia of Fantasy, John Clute y John Grant, que presentan a Moorcock como “el autor de fantasía más importante del Reino Unido en los sesenta y los setenta y además el autor más significativo en el Reino Unido de espada y brujería, una forma de la que ha tomado prestado y que también ha transformado”, o J. G. Ballard, cuya opinión ha sido habitualmente citada: “Una obra de imaginación poderosa y sostenida… Los símbolos vastos, trágicos, con los que Moorcock ilumina continuamente la búsqueda metafísica de su héroe son una medida de los talentos extraordinarios del autor”.

Estándar
Artículos

Conan, el héroe de las mil caras

Conan oculto

A Robert E. Howard se le considera unánimemente como el padre de la moderna fantasía heroica. L. Sprague de Camp sitúa al autor tejano como parte de un linaje que comienza a finales del siglo XIX, con William Morris, continúa a principios del siglo XX, con Lord Dunsany y Eric R. Eddison, y eclosiona unas décadas después con la aparición de revistas de género fantástico como Weird Tales o Unknown Worlds.1

En los años sesenta, a raíz de una discusión entre Michael Moorcock y Fritz Leiber en las páginas del fanzine Amra, se propuso una nueva categoría para acoger las ficciones que Howard escribió para Weird Tales, especialmente aquellas protagonizadas por Conan. Tanto Moorcock como Leiber coincidían al considerar este tipo de ficciones sustancialmente distintas a todo lo escrito anteriormente en el género de fantasía. El primero propuso la denominación fantasía épica, mientras que el segundo contestó en otro fanzine, Ancalagog, que consideraba más apropiada la denominación “espada y brujería como frase pegadiza para el campo” al que se refería Moorcock.2 Unos meses después, Leiber argumentó su propuesta con mayor precisión: “Estoy más seguro que nunca de que este campo debería ser llamado espada y brujería. Esto describe adecuadamente los aspectos del nivel cultural y el elemento sobrenatural e inmediatamente también lo distingue de la capa y espada (aventura histórica)… ¡y (bastante a propósito) también de la capa y daga (espionaje internacional)!”3.

La relevancia de esta discusión sobre la precisión genérica dentro de la propia literatura de género estriba en el papel otorgado a Robert E. Howard por aquellos que se han enfrentado a su legado literario. Hoy se emplean por igual la denominación a la que se refería L. Sprague de Camp y aquella otra discutida por Moorcock y Leiber. Sin embargo, esta última propuesta de Leiber, incitada por Moorcock, desvela el carácter original y central que estos autores otorgaban al padre de Solomon Kane, Kull, Conan y, de paso, de toda una nueva forma de concebir la fantasía.

Lamentablemente, en muchas ocasiones, el fuego amigo ha provocado más bajas en las filas de la literatura de género que los críticos que supuestamente la desprecian. Sobre la fantasía heroica en general y en referencia a los relatos de Conan escritos por Howard en particular, L. Sprague de Camp escribe: “Es una literatura de evasión que nos permite alejarnos del mundo real y adentrarnos en un mundo en el que todos los hombres son fuertes, todas las mujeres son hermosas, la vida es siempre una aventura, los problemas son siempre sencillos y nadie menciona el impuesto sobre la renta, el problema de los marginados ni la seguridad social”4.

Este juicio de L. Sprague de Camp nos dice mucho más sobre su propio acercamiento al género (como lector primero, pero también como autor) que sobre el valor de la literatura de género o la específicamente howardiana. L. Sprague de Camp emplea una opinión expresada por el propio Howard sobre los personajes que protagonizaban sus ficciones para apoyar su afirmación: “Son seres elementales. Cuando los metes en un lío, nadie espera que te devanes los sesos inventando modos sutiles y maneras ingeniosas para hacerles salir del atolladero. Son demasiado estúpidos para hacer otra cosa que cortar, golpear o arrastrarse hasta quedar libres”5.

Fuera de contexto, parece una afirmación clara de la frivolidad asociada habitualmente al género. Si atendemos al mérito estricto de la obra que comenta, sin embargo, Solomon Kane, Bran Mak Morn, Kull de Atlantis o el mismo Conan no responden de ningún modo a la descripción de los brutos sin cerebro a que se refería el propio Howard. Ninguno de ellos es tan estúpido como afirma Howard, porque él mismo no lo era. Aunque sí, tal vez, muchos entre la legión de sus innumerables lectores y, desde luego, algunos de los que se han acercado a su obra con intenciones espurias: “Mi tarea ha consistido en preparar para su publicación la mayor parte de estos relatos, completando los que estaban sin terminar. También he escrito, en colaboración con mis colegas Lin Carter y Björn Nyberg, varios pastiches basados en algunas pistas que encontramos en las notas y cartas de Howard, a fin de llenar las lagunas existentes en el legendario relato”6. Personalmente, considero estas palabras como la confesión de un crimen imperdonable cometido por L. Sprague de Camp, Lin Carter, Björn Nyberg, Andrew J. Offutt, Poul Anderson…, y otros muchos escritores que pervirtieron el ciclo de Conan ampliando su contenido desde las veintiuna historias originales hasta casi el centenar del que se compone ahora, sumando a las de Howard los pastiches y otras manipulaciones de diverso pelaje.

Estoy de acuerdo con Javier Martínez Lalanda cuando afirma: “Está universalmente aceptado que la obra de cualquier persona expresa, revela, delata, su mundo interno. Es una manifestación creadora, una necesidad de afirmación, o, en la mayoría de los casos, de reafirmación. Por eso mismo puede entrar en resonancia con las necesidades de aquel que la contempla. Y si el mundo que este ansía es aquel que el escritor quiso plasmar, su éxito estará asegurado”7.

La afirmación es lo suficientemente general como para no resultar polémica, pero en este punto me parece una clara referencia a la forma en que la visión del legado howardiano como mera literatura de consumo responde antes a las limitaciones propias de sus lectores que a sus intenciones o capacidades como escritor.

Conan, el que ha sido acusado de ser un simple bruto y señalado como el más sencillo de todos los personajes howardianos, refleja las tensiones internas de su creador y su visión sobre el mundo en el que vivía con una precisión y sensibilidad sobresalientes, sin renunciar por ello a reflejar también las tensiones del hombre contemporáneo en la sociedad norteamericana previa a la Segunda Guerra Mundial.

Curiosamente, gracias al renovado interés en la literatura de fantasía que el éxito de El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien,8 provocó, serían los lectores de las nuevas sociedades que emergieron de la Segunda Guerra Mundial los que recuperasen de nuevo las ficciones de Robert E. Howard. Si algo puede exculpar a los autores de los pastiches, con L. Sprague de Camp a la cabeza, es sin duda el peso que sus aportaciones, a pesar de su mediocridad, tuvieron en la popularización del personaje.

A pesar de este mérito evidente que podemos concederle, más bien de una forma tangencial, a esta perversión9 en forma de ordenación cronológica interna, censuras, reescrituras, abreviaciones, ampliaciones, titulaciones y demás despropósitos, los mejores lectores de Howard, aquellos que más hicieron por el legado del autor y muy especialmente por el espíritu del ciclo original protagonizado por Conan, no son estos fanáticos que se lo apropiaron sin detenerse siquiera a comprenderlo. Los mejores lectores son aquellos autores que crearon sus propios universos y que reflejaron en sus obras originales un gran conocimiento de la letra original y un profundo respeto por el espíritu primero, como los ya citados Fritz Leiber (especialmente en su saga de Fafhrd y el Ratonero Gris) o Michael Moorcock (cuyo concepto de Campeón Eterno tanto debe a la fantasía howardiana).

En el entorno anglosajón, dejando a un lado las ediciones originales de la revista Weird Tales en que aparecieron por primera vez y algunos volúmenes recopilatorios de obras de distintos géneros como Skull-Face and Others, editado por August Derleth para Arkham House en 1946, la primera recopilación sistemática de los relatos howardianos dedicados al ciclo de Conan fue la serie publicada en tapa dura por Gnome Press entre 1950 y 1957 (siete volúmenes, incluyendo una novela de Bjön Nyberg y una colección de relatos reescritos por Sprague de Camp).

Poco después, se publicaría la serie completa de los relatos protagonizados por el bárbaro cimerio hasta la fecha, ya fueran estos escritos por Howard o bien por otros autores. Esta edición en tapa blanda, publicada entre 1966 y 1977 (doce volúmenes) primero por Lancer, hasta su extinción, y luego continuada por Ace Books, es la mayor responsable de la popularización definitiva del personaje.10 Le sucederían aún más ediciones intervenidas como las de Bantam, entre 1978 y 1982 (siete volúmenes) o la delirante propuesta de Tor, que entre 1984 y 2003 publicó varias series (en decenas de volúmenes) con nuevas historias de Conan escritas por diferentes autores (Robert Jordan, John M. Roberts, Harry Turtledove…), así como reediciones de otros pastiches anteriores.

En medio de tal derroche de creatividad y colaboraciones póstumas con Robert E. Howard (!), encontramos una sola isla de sensatez durante estos años en la serie editada por Karl Edward Wagner, muy crítico con el trabajo de L. Sprague de Camp y compañía, para Berkley Editions en 1977, cuyo esfuerzo, aun siendo notable, resultó insuficiente para resistir al oleaje de ediciones y reediciones baratas de las series intervenidas.

Por suerte, la sucesión de generaciones de lectores vino asociada también a un aumento del interés genuino por comprender las implicaciones de la literatura de fantasía más allá de sus supuestos valores de entretenimiento evasivo.11

Conan revelado

Incluso si dejamos aparte esta última aspiración, creciente en los últimos tiempos, es digno de celebración el aumento de lectores exigentes que se han aproximado a la obra de Howard con respeto y admiración por iguales, sobre todo cuando esta aproximación ha tomado la forma de reediciones desembarazadas del lastre de las ediciones más populares controladas por la mano firme de L. Sprague de Camp o presentadas por editores inconscientes.

La edición de Wandering Star Press del ciclo de Conan escrito por Robert E. Howard,12 que recopila además otro material relacionado (desde primeros borradores hasta sinopsis o mapas), sería la primera en presentar el material original en el orden en que fue concebido y expurgado de todas las intervenciones (censuras, correcciones, añadidos, cambios, etc.), casi setenta años después de la publicación en Weird Tales de la última historia del bárbaro cimerio. Por tanto, al magnífico trabajo realizado por el editor de los volúmenes, Patrice Louinet, tras una exhaustiva investigación sobre el legado del tejano, hemos de concederle el impagable mérito de haber presentado al lector, por primera vez,13 las historias de Conan tal y como su creador las concibió.

La historia editorial del ciclo de Conan ha sido tan compleja como aquí se ha apuntado y aún más, pues he obviado deliberadamente no solo un buen montón de ediciones de los relatos, sino la virtualmente infinita variedad de formas que la franquicia ha conocido en diversos medios más allá de la literatura.

Sí me permito ahora sumar al panorama descrito para la lengua original en que el ciclo fue concebido nuestra propia y vergonzosa historia editorial en relación al personaje. En España, la primera edición sistemática de los relatos de Conan fue realizada por Bruguera bajo el título común de “Colección Conan” (11 volúmenes), serie traducida por Fernando Corripio y Jaime Piñeiro, que muchos consideran, de paso, la introducción en nuestro país del género de espada y brujería. Las portadas de esta colección reproducen las de la edición de Ace/Lancer, obra en su mayoría de Frazetta, como ya se ha apuntado, una auténtica delicia. El interior, lamentablemente, también proviene de dicha edición, conformada por los textos manipulados de L. Sprague de Camp.

Habría que esperar diez años para encontrar una nueva propuesta editorial, esta vez a cargo de la Editorial Forum (Colección Grandes Aventuras), que entre 1983 y 1984 publicó los doce volúmenes de su serie traducidos por Beatriz Oberländer. En principio, esta edición debería haberse aprovechado de la popularidad del personaje renovada gracias a la adaptación cinematográfica de John Milius (Conan el bárbaro, 1982), pero su recepción, para decirlo amablemente, fue desigual.

Aun así, Martínez Roca (Colección Fantasy) tomó el testigo de esta última serie para reeditarla y ampliarla entre 1995 y 1998 (veinticuatro volúmenes), con las antiguas traducciones de Oberländer y las nuevas de Joan Josep Musarra. De nuevo, el interior reproducía las ediciones de L. Sprague de Camp y compañía. Al igual que ocurriese con la mencionada edición de Bruguera, lo más destacable de esta nueva serie son las espectaculares portadas, obra, en este caso, de Ken Kelly.

El tiempo da la razón a los justos y la paciencia es la más valiosa de las virtudes. Como era de esperar, dada la atención recibida por el personaje entre nosotros, el exhaustivo trabajo realizado por Patrice Louinet para la edición de Wandering Star y su enorme esfuerzo por fijar por primera vez y definitivamente el canon howardiano bajo criterios rigurosos pronto encontraría acomodo en nuestra lengua. Cuando Timun Mas anunció la publicación del primer volumen de la serie bajo los mismos criterios que habían guiado la edición de Wandering Star/Del Rey, los fieles seguidores del bárbaro cimerio anticiparon un gran acontecimiento.

En 2004 vio la luz el primero de los volúmenes editados por Timun Mas en tapa dura, con sobrecubierta y dentro de un cofre. Aparentemente se trataba de una traducción cuyo formato estaba a la altura de la serie original recuperada por Wandering Star. Javier Martín Lalanda, sin embargo, lo explicó de otro modo: “Conociendo la calidad de la edición original británica, repetida en la facsimilar en blanco y negro reeditada después en el formato trade paperback por Del Rey Books, quienes conocíamos de antemano tan grato evento, nos frotamos, en su momento, las manos de placer, a la espera de que, henchidos de temor reverencial, pudiéramos acariciar dicho volumen con manos temblorosas. Cuál no sería nuestra sorpresa al comprobar que la traducción de los relatos contenidos en él no había sido efectuada ex profeso a partir de los textos made in Howard recopilados celosamente por Louinet, y que eran solo la que antaño presentaran Ediciones Forum primero y Martínez Roca después, en sus correspondientes traducciones del ciclo retocado por Lyon Sprague de Camp y publicado por las editoriales estadounidenses Lancer y Ace Books”14.

Como también señala Lalanda más adelante en su artículo, “dicho proceder no solo supone un desprecio al lector (y a su ilusión, mudada, torpemente, en desencanto) sino al editor original, Patrice Louinet, y al autor, Robert E. Howard”15.

El clamor de este público desencantado y la poca decencia que pudiesen reunir en la editorial les llevarían a reconsiderar el proyecto para los dos volúmenes restantes, en los que, ahora sí, participó un nuevo traductor que usó como texto fuente la edición preparada por Patrice Louinet.

El desafortunado incidente aquí relatado en relación con este Conan de Cimmeria. Volumen I: 1932-1933, de Timun Mas, no pasaría de ser una mera anécdota historiográfica si no fuese por lo que implica. A la separación habitual entre la obra original de Howard y la recibida por el lector de las traducciones en español hasta entonces, se le sumó la distancia aún mayor provocada por la confusión de ofrecer como definitivos unos textos que seguían siendo burdas manipulaciones.

De esta manera, el material howardiano publicado originalmente entre 1932 y 1933, del que se ocupaba el primer volumen de la edición de Louinet, nos había sido escamoteado aquí perdiendo Timun Mas la oportunidad de enmendar una injusticia histórica al mismo tiempo que los lectores, por su parte, perdían la oportunidad de acceder por primera vez a la traducción fiel de algunos de los mejores relatos del ciclo de Conan (y esto no solo por el uso de las ediciones intervenidas, sino por la propia calidad de la traducción, que en muchos ocasiones simplificó en exceso el arte lingüístico de Howard).

Ha tenido que pasar de nuevo casi una década antes de que los lectores, que ya no dudaban en expresar su malestar ante el maltrato editorial sistemático que ha recibido Robert E. Howard en nuestro país y a los que Martín Lalanda dio voz en su artículo, vieran sus expectativas cumplidas por una edición que pusiese al bárbaro cimerio en el contexto adecuado y según las palabras de su propio creador.

En diciembre de 2012 llegó a las librerías La reina de la Costa Negra y otro relatos de Conan, editado y traducido por el escritor Javier Fernández. El volumen viene a engrosar el catálogo de la colección “Letras Populares” de la Editorial Cátedra (aún breve, pero ya importante, con nuevas presentaciones de autores relevantes en la literatura de género como H. P. Lovecraft, Evgueni Zamiatin o Stanislaw Lem), ofreciendo al público lector en nuestra lengua lo que yo no dudaría en calificar como la selección de los mejores relatos de Conan escritos por Robert E. Howard, usando como texto fuente la edición de Louinet y acompañando una traducción exquisita de una bien documentada introducción, que viene a ofrecer a los lectores la primera y única presentación coherente, fresca y necesaria de un personaje que hasta ahora había permanecido oculto en la maraña editorial.

Para celebrar el aniversario de la publicación de “El fénix en la espada”, relato inicial del ciclo (Weird Tales, diciembre de 1932), los lectores por fin pudimos acceder a una traducción de los textos originales sin manipular, que además respeta la singularidad del tono howardiano, su pretendida naturalidad sintáctica y su exuberante riqueza léxica, adaptándolos a nuestra lengua con gran acierto. Hasta esta edición, era difícil para los lectores de traducciones comprender que una espada en manos del bárbaro cimerio puede refulgir unas veces, resplandecer otras y no necesariamente brillar todas y cada una de las ocasiones en que se la desenvaine. Ahora, por fin, como si despertásemos de una ensoñación producida por el polvo de loto negro, podemos decirlo, no hay mal que ochenta años dure.

La selección de relatos es necesariamente breve, dado el formato de la colección en que se enmarca, pero los cinco seleccionados, leídos según la sucesión que marca su orden de publicación original, ofrecen una imagen completa del personaje y la más coherente y compleja de cuantas se han ofrecido hasta ahora. La unidad autorial, el traductor único, la presentación introductoria del personaje completada con acertadas notas de apoyo sobre ciertos aspectos curiosos y, como rasgo fundamental, el nivel excepcional de una literatura cuyas deudas contraídas por otros editores más descuidados se han pagado aquí con enorme respeto por el conjunto y atención especial al detalle, sin duda han favorecido la conformación de dicha imagen.

Todo esto convierte a este libro en la introducción perfecta a un personaje fundamental de la tradición de fantasía para aquellos que no lo conocían y en toda una experiencia de reflexión y descubrimiento para todos los que creían conocerlo ya.

La introducción dedica espacio suficiente a los temas fundamentales que rodean una obra difícil de afrontar sin una guía rigurosa, sin llegar hasta el punto de abrumar al lector. Los avatares editoriales del personaje, el estatus de Howard en la era de los pulp magazines, los principios que subyacen en su escritura… Se revisan desde nuevos puntos de vista y con moderación temas habituales y polémicos, como las acusaciones de racismo o sexismo, o el suicidio cometido por Howard; se presentan las perspectivas de estudio más recientes (Louinet, Burke), que han servido para desempolvar la efigie abandonada de Howard; se debate con los lectores más relevantes de Conan en nuestro entorno (Barrero, Martín Lalanda), y, en definitiva, se ofrecen los asideros necesarios para que el lector pueda juzgar por sí mismo la relevancia de una obra sin pretender agotar las posibilidades de un personaje virtualmente inagotable.

Es especialmente representativa del cuidado con el que se ha elaborado esta edición la nota en que se explican los criterios, apoyados en mecanismos de nuestra propia lengua, que han regido el complejo proceso de adaptación de los múltiples nombres y gentilicios creados por Robert E. Howard para el ciclo de Conan. Este es uno más de los elementos en que se sostiene esta edición para ofrecer al lector un conjunto fuertemente cohesionado, tal y como el propio Howard lo concibió.

La acertada elección de los cinco relatos es sin duda el elemento central en este proceso. La antología comienza, como no podía ser de otro modo, con “El fénix en la espada”, primero de los relatos de Conan, como ya vimos, para continuar con “La torre del elefante” (marzo de 1933), “La reina de la Costa Negra” (mayo de 1934), “Más allá del Río Negro” (mayo y junio de 1935) y, concluir, de nuevo era necesario, con la última de las historias del ciclo escrito por Howard, “Clavos Rojos” (julio, agosto-septiembre y octubre de 1936).

El lector avisado de Conan es muy probable que atesore las historias seleccionadas entre sus preferidas y posiblemente su propia selección coincidirá casi por completo con la del editor. Digo casi, ya que lo único achacable a esta colección es que no sea más amplia y esto solo después de admitir que de las veintiuna historias que Howard escribió estas son las verdaderamente esenciales, aunque quien se vea inmerso en esta literatura siempre querrá más.

Esta antología reúne aquellas historias que presentan las distintas facetas de Conan en que su creador quiso que se desarrollase el personaje: “un ladrón, un saqueador, un asesino, de gigantescas melancolías y júbilo gigantesco”16. Esta edición esencial y única reúne apenas en cinco historias de resonancias perdurables las mil caras de un héroe memorable.

1 L. Sprague de Camp, “Introducción”, en Robert E. Howard, Conan, trad. de Beatriz Oberländer, Martínez Roca, Barcelona, 1995, pág. 10.

2 Ancalagog, abril de 1961.

3 Amra, julio de 1961.

4 L. Sprague de Camp, ibídem, pág. 10.

5 Citado por L. Sprague de Camp, ibídem, pág. 10, desde E. Hoffman Price, “A Memory of R. E. Howard”, en Robert E. Howard, Skull-Face and Others, Arkham House, Sauk City, 1946.

6 L. Sprague de Camp, ibídem, pág. 10.

7 Javier Martín Lalanda, La canción de las espadas, Tiempo de ediciones, Madrid, 1983, pág. 6.

8 Sería muy revelador, sin duda, estudiar en profundidad las diferencias entre la fantasía propuesta por los Inkling británicos (J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis, principalmente), firmemente arraigada en las creencias católicas de sus autores, con lo que esto supone en el contexto inglés, y los autores clásicos de la Weird Fiction (sobre todo H. P. Lovecraft, Clark Ashton Smith y Robert E. Howard), generalmente, mucho más problemáticos y ambiguos desde un punto de vista ideológico y declaradamente materialistas en cuestiones espirituales. Queda aquí simplemente apuntado por ser un tema que excede el interés de este artículo y me permito concluir esta extensa nota refiriendo la buena opinión que Tolkien, por lo general muy reticente ante la literatura fantástica en general, guardaba de la obra de Robert E. Howard.

9 Este proceso comenzó con L. Sprague de Camp y ha perdurado hasta ahora, extendiéndose gracias a las múltiples adaptaciones en diversos medios, ocultando al autor tras el personaje y al personaje tras los consumidores.

10 Esta serie de novelas baratas debe buena parte de su éxito a las llamativas portadas realizadas por Frank Frazetta para la mayoría de los volúmenes. Por otra parte, la asociación con la primera adaptación gráfica del personaje, a cargo de Roy Thomas y Barry Windsor Smith, para Marvel Comics (1970), seguramente también fue un gran apoyo.

11 Algo aplicable a toda la literatura de género, desde luego.

12 Editorial británica que ya había publicado con anterioridad una edición de lujo recopilando el ciclo de Solomon Kane. La edición en tapa dura del ciclo de Conan a la que me refiero, que cuenta con ilustraciones tanto en blanco y negro como a todo color, tiene su equivalente en tapa blanda e interior en blanco y negro en la edición facsímil de la editorial americana Del Rey, publicada también entre 2002 y 2005.

13 En varios casos, se nos advierte en estos volúmenes de que la reconstrucción del relato editado se ha hecho contrastando las copias mecanoescritas de Howard con los originales de Weird Tales en que aparecieron por primera vez, revelándose así que, como parecía natural, incluso estos relatos publicados en vida de Howard sufrieron modificaciones editoriales ajenas a la voluntad del autor. La inclusión de diferentes versiones o borradores no enviados añade profundidad a la aproximación meramente historiográfica, que en el caso de Conan, como pretendo apuntar en este artículo, es un trabajo delirante.

14 Javier Martín Lalanda, “Crónica de un desencanto”, en Gigamesh, núm. 39, Barcelona, 2005, pág. 139.

15 Ibídem, pág. 143.

16 Robert E. Howard, “El fénix en la espada”, La reina de la Costa Negra y otros relatos de Conan, ed. y trad. de Javier Fernández, Cátedra (Letras Populares), Madrid, 2012, pág. 68.

Estándar